lunes, 5 de septiembre de 2011

El Casa 212 y los protocolos

Tal vez nunca se conocerán las causas exactas del accidente, decía este domingo el presidente Sebastián Piñera.
La tarea es del comandante Sergio Sepúlveda, fiscal de aviación encargado de investigar la tragedia de Juan Fernández.
Las hipótesis circulan por todos lados, y las más aventuradas han provenido de medios extranjeros. Como la que apuntó el mismo fin de semana a un eventual sobrepeso y a un consecuente agotamiento del combustible antes que lo presupuestado en el plan de vuelo.
El propio presidente el domingo y el ministro vocero del gobierno este lunes, descartaron enfáticamente esta posibilidad. Ambos aseguraron (obviamente, basándose en los informes iniciales de la FACH) que el Casa 212 tenía reservas de combustible suficientes para haber intentado aterrizar varias veces más.
El encargado de investigar el accidente no fue tan lejos, y este lunes fue mucho más cauto: "No voy a descartar ni afirmar ninguna tesis mientras no tenga más antecedentes", dijo.
El presidente Piñera mencionó tres factores claves en esta desgracia: las características de la pista; los fuertes vientos; y el tren de aterrizaje fijo del Casa 212, que hacía imposible amarizar.
A partir de esos tres problemas, ¿tenía de verdad el avión combustible suficiente para intentar sucesivamente el aterrizaje? ¿Qué opción había si después de varios intentos los vientos no mejoraban o, peor aún, se volvían más violentos y peligrosos?
La sola pregunta es escalofriante.
Sobre todo, porque una cosa sí sabemos: el avión no tenía combustible para volver al continente.

Repasando la avalancha informativa del fin de semana, nos encontramos con que sólo los primeros reportes de hallazgos el mismo viernes en la noche hablaron de elementos del avión con restos de combustible, un factor crucial en todo percance aéreo.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El vértigo de la tragedia

El accidente de Juan Fernández ha demostrado de nuevo cómo un tsunami de información y una vorágine de comunicación circulando ininterrumpidamente en todas las direcciones, son capaces de precipitarlo todo.
Entre otras cosas, el  procesamiento emocional y racional que hacemos todos de los hechos. Ha ocurrido a una velocidad de vértigo, al punto que, 48 horas después del primer golpe, pareciera que entramos en una fase que ya es distinta, y en que puede que se mezclen un extraño vacío con una extraña anestesia.
Ocurrió unos años atrás, después de la muerte del general Bernales en Panamá; pasó con el terremoto y maremoto; sucedió otra vez con los mineros en sus tres grandes capítulos (derrumbe, "estamos bien" y rescate); y de nuevo con el incendio en la cárcel de San Miguel hace unos meses.
Con las asombrosas capacidades de los medios de comunicación y sus transmisiones en vivo, y con los alcances todavía no medidos de las famosas redes sociales, estamos aprendiendo a vivir catarsis nacionales a máxima velocidad... sin saber exactamente qué es, en verdad, eso que estamos aprendiendo.
El hecho es que las etapas se queman antes y mucho más temprano llega el momento en que tenemos que confrontarnos, desconcertados, con nuestra vida de siempre.
Casi nos sentimos con el deber de dar gracias por conservar a ratos (sólo a ratos) la capacidad de detenernos y recuperar la conciencia, volviendo a meditar lo ocurrido, a imaginarnos el pánico de los últimos segundos en ese avión, a recordar a los más famosos de los caídos (porque, querámoslo o no, representan lo más parecido a tener a alguien de nuestra propia familia entre las víctimas) y a condolernos con sus familias. 
Porque cuando recuperamos la conciencia, volvemos a sentirnos más humanos.